«Sean vuestras costumbres sin avaricia, contentos con lo que tenéis ahora, pues él dijo: “No te desamparare ni te dejare”» (Hebreos 13:5).
Muchas cosas necesarias acaban absorbiendo la vida de muchos: el trabajo, el IVI dinero, las compras… En algunos casos (los más graves), la persona actúa de forma compulsiva, obsesiva e irracional. Y más comúnmente está motivada por la ambición de ser más o de tener más. ¡Extraño fenómeno! Puede el humilde estar satisfecho con lo necesario, pero, si recibe mucho, desea acumular más. Sin duda es una tendencia arraigada en la naturaleza humana. El libro de los Hechos (2:44-45; 4:32) describe los primeros días del cristianismo cuando los fieles no decían ser suyo propio nada de lo que poseían, sino que tenían en común todas las cosas, vendían sus propiedades y sus bienes y compartían el beneficio de las ventas. Pero el relato bíblico no vuelve a hablar más de las cosas en común…
Y es que en el corazón humano hay semillas de egoísmo. Lo ilustra el escritor ruso León Tolstoi (1828-1910) en su cuento titulado «¿Cuánta tierra necesita un hombre?». Pahom busca asentarse en algún lugar donde pueda ser propietario y cosechar el fruto de la tierra. Acaba en una aldea rodeada de vastas extensiones de terrenos productivos y decide comprar uno. El jefe de la comunidad le aclara:
-Por mil rublos será tuya toda la tierra que puedas abarcar a pie durante un día. Solo hay una condición: si no regresas al punto de partida antes de ponerse el sol, pierdes el dinero y la tierra.
Pahom empieza muy de mañana a caminar deprisa para alcanzar la mayor porción de tierra posible. Al alejarse se hace cada vez más fértil y hermosa (o al menos, así le parece a él). Al mediodía piensa en hacer el giro de vuelta, pero decide seguir un poco más. Y luego más y más. Ya fatigado determina retornar. El camino de vuelta es muy largo y se hace dificilísimo por la fatiga acumulada. Pero Pahom, haciendo un esfuerzo sobrehumano, consigue alcanzar el punto de partida y cae desplomado. Cuando su sirviente llega corriendo a auxiliarlo, ve que la sangre le fluye de la boca y comprueba que Pahom está muerto. Con entereza, empuña la azada, cava una tumba y allí lo sepulta. Dos metros cuadrados de tierra fueron suficientes.
Oremos a Dios para que en nuestra vida las palabras del apóstol sean una realidad: que nuestras costumbres sean sin avaricia y estemos contentos con lo que tenemos ahora, pues el Señor promete no desampararnos.