DESTRUYENDO BABEL
“Y dijeron: Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra” (Génesis 11:4).
Después del Diluvio, los nuevos habitantes del planeta se olvidaron de la misericordia divina y desearon hacer célebres sus nombres. Comenzaron a construir una torre que alcanzara al cielo, con lo cual deseaban enfrentar al Dios verdadero. Así nació Babel, y la mayor división de la historia de la humanidad.
Sin embargo, con Dios no se juega. Ellos estaban bien adelantados en la construcción cuando “el Señor envió dos ángeles para que los confundieran en su trabajo” (La historia de la redención, p. 75). La Biblia dice que, hasta aquel tiempo, “tenía […] toda la tierra una sola lengua” (Gén. 11:1). Después de ese evento, nadie más logró entenderse. La arrogancia de esas personas terminó mal. Dios confundió sus idiomas, y ellos fueron esparcidos por la faz de la Tierra.
En Hechos 2, el Espíritu Santo hace lo contrario en la vida de los discípulos. Después de orar por el cumplimiento de la promesa del envío del Consolador, ellos recibieron el poder del Espíritu. Millares de personas de diferentes idiomas entendieron el mensaje de los apóstoles y el pueblo de Dios se unió. El Espíritu Santo puede juntar lo que Babilonia separa.
En Babel, los hombres querían hacer su nombre célebre; por eso hubo confusión y división. En Pentecostés, con el poder del Espíritu Santo, los apóstoles glorificaron el nombre de Dios. El resultado no podría haber sido diferente: tres mil personas convertidas y una iglesia unida.
En nuestros días necesitamos el mismo poder para proclamar, a una sola voz, nuestra esperanza. El bautismo del Espíritu Santo es nuestra más urgente necesidad. Dios está ansioso por concedernos esa gracia. Haciéndose eco de las palabras de Jesús, Elena de White afirma: “El Señor está más dispuesto a dar el Espíritu Santo a los que lo sirven que los padres a dar buenas dádivas a sus hijos” (Los hechos de los apóstoles, pp. 41, 42). No existe cumplimiento de la misión sin ese poder. Sobre este punto, John Stott reflexiona: “Antes de mandar a la iglesia al mundo, Cristo envió al Espíritu a la iglesia. El mismo orden necesita ser observado hoy”. Ora hoy por el derramamiento del Espíritu; con él, el pueblo de Dios se une, las confusiones son deshechas y el evangelio es predicado con poder.