«Si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano» (Mat. 5:23-24, RV60).
En el Sermón del Monte, que es el discurso más importante registrado en la Biblia, Jesús dijo: «Si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda» (Mat. 5:23-24, RV60). Aquí vemos cómo Jesús establece un claro orden de prioridades: lo primero es arreglar cuentas con mi prójimo antes de ir a reconciliarme con Dios. Más adelante, el mismo Jesús lo aclara: «Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; más si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas» (Mat. 6:14-15, RV60).
Los judíos que escuchaban estas palabras tenían enemigos: los samaritanos (enemigos históricos); los romanos (que los sometían a un cruel yugo); los cobradores de impuestos (que traicionaban a su propia nación para colaborar económicamente con el opresor y además enriquecerse personalmente); y otras enemistades derivadas de diversas interpretaciones de las Escrituras. Es fácil para nuestra mentalidad posmoderna comprender por qué Jesús les decía lo que les decía. Ellos pensaban que podían adorar a Dios de forma mientras, en el fondo, odiaban a otro ser humano. Pero ¿y nosotras hoy? ¿Será que podemos decir (sin mentir) que no estamos en una situación similar?
¿Será que cuando separas tus diezmos y ofrendas lo haces sabiendo que no tienes nada en tu corazón contra nadie? ¿Será que has perdonado completamente el daño que otra persona te ha hecho? ¿Será que consideras más sagrado ofrendar a Dios que estar en paz con tus hermanos (no solo los de sangre o de la iglesia, sino con todas las personas de tu entorno)? ¿Será que crees que Dios te perdona a ti aunque tú no eres capaz de perdonar a otro?
«Si alguno dice: “Yo amo a Dios”, y al mismo tiempo odia a su hermano, es un mentiroso. Pues si uno no ama a su hermano, a quien ve, tampoco puede amar a Dios, a quien no ve. Jesucristo nos ha dado este mandamiento: que el que ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Juan 4:20-21). Eso es lo más importante.