CREAMOS LO QUE DIOS DICE
«No temas, cree solamente». Marcos 5: 36
O PUEDES EXPIAR tus pecados pasados, no puedes cambiar tu corazón y hacerte santo. Pero Dios promete hacer todo esto por ti mediante Cristo. Has creído en esa promesa. Has confesado tus pecados y te has entregado a Dios. Quieres servirle. Tan ciertamente como hiciste todo esto, Dios cumplirá su palabra contigo. Si crees la promesa, si crees que estás perdonado y limpiado, Dios lo da por hecho, estás sano; tal como Cristo dio fuerzas al paralítico para andar cuando el enfermo creyó que había sido sanado. Así es si así lo crees.
No esperes hasta sentir que estás sano, sino di: «Lo creo; así es, no porque yo lo sienta, sino porque Dios lo ha prometido».— El camino a Cristo, cap. 6, pp. 77, 78.
La ley nos revela nuestros pecados, pero no nos proporciona la solución. Mientras promete vida al que obedece, anuncia muerte para el transgresor. Solo el evangelio de Cristo puede librarnos de la condenación del pecado. Hemos de arrepentimos ante Dios por haber transgredido su ley, y tener fe en Cristo y en su sacrificio expiatorio. Así obtenemos el perdón de los pecados y nos hacemos partícipes de la naturaleza divina. Recibimos el espíritu de adopción, somos hechos hijos de Dios, y por medio de ese espíritu podemos clamar: «¡Abba, Padre!» (Rom. 8: 15). […]
En el nuevo nacimiento, al estar en armonía con la ley de Dios, nuestro espíritu se pone en armonía con Dios mismo. Cuando se ha efectuado este gran cambio en el pecador, entonces ha pasado «de muerte a vida» (Juan 5: 24), del pecado a la santidad, de la transgresión y rebelión a la obediencia y la lealtad. Su antigua vida de separación con Dios ha terminado y da inicio una nueva vida de reconciliación, fe y amor. Entonces «las justas demandas de la ley» se cumplirán «en nosotros, que no vivimos según la naturaleza pecaminosa sino según el Espíritu» (Rom. 8: 4, NVI). Entonces podremos hacer eco de las palabras del salmista cuando dijo: «¡Cuánto amo yo tu ley! Todo el día medito en ella» (Sal. 119: 97, NVI). […]
Sin la ley no podemos tener un concepto adecuado de la pureza y santidad de Dios ni de nuestra propia culpabilidad e impureza. No podemos tener una verdadera convicción del pecado ni sentir la necesidad del arrepentimiento. Como no vemos nuestra condición perdida como violadores de la ley de Dios, tampoco podemos darnos cuenta de la necesidad que tenemos de la sangre expiatoria de Cristo. Muchos aceptan la esperanza de salvación sin que se efectúe un cambio radical en su corazón ni reforma en su vida. Así abundan las conversiones superficiales, y muchos se unen a la iglesia sin haberse unido jamás con Cristo.— El conflicto de los siglos, cap. 28, pp. 461-462.