«Y los que murieron creyendo en Cristo, resucitarán primero; después, los que hayamos quedado vivos seremos llevados, juntamente con ellos, en las nubes, para encontrarnos con el Señor en el aire; y así estaremos con el Señor para siempre» (1 Tesa. 4:16-17).
Recuerdo cuánto amaba mi padre a los niños. Vienen a mí las escenas de aquel día en que, en su estado agonizante, me miró y, sin poder hablar, me tocó el vientre. Sabía que yo estaba embarazada y que él no iba a tener la oportunidad de conocer a su nieta aquí en vida. Dos meses después de haber muerto mi padre, nació mi bebé. Pero todavía hay días en que me parece escuchar la voz de mi padre cantando uno de sus himnos favoritos:
«Con furia loca lo azotaron,
y así humillaron al Señor
y sin piedad atravesaron las manos de mi Salvador.
A esos pies que caminaron para sanar y bendecir,
horribles clavos traspasaron la suerte humana al compartir».
Quiero abrazar a mi padre en la tierra nueva; esa es una esperanza que me mantiene con fuerza, porque confío en que los que hayan creído en Cristo seremos llevados a vivir con él para siempre, tanto los que hayamos muerto como los que estemos aún vivos. Podré entonces llevarle a sus dos nietos a mi papá, para que los conozca por primera vez; y podré también cantar con él de nuevo ese himno que tanto le gustaba. Todo lo malo habrá pasado ya y será borrado de nuestra memoria. Sin embargo, hay algo que jamás olvidaremos, porque Jesús no eliminará las cicatrices que tiene en las manos y en los pies.
Dice Elena G. de White: «La cruz de Cristo será la ciencia y el canto de los redimidos durante toda la eternidad. En el Cristo glorificado contemplarán al Cristo crucificado… Cuando las naciones de los salvos miren a su Redentor y vean la gloria eterna del Padre brillar en su rostro; cuando contemplen su trono, que es desde la eternidad hasta la eternidad, y sepan que su reino no tendrá fin, entonces prorrumpirán en un canto de júbilo» (Reflejemos a Jesús, 26 de diciembre).
Qué dos cosas maravillosas podremos disfrutar en la tierra nueva: reencontrarnos con nuestros amados que, lamentablemente, perdimos aquí, y celebrar con el Señor la vida que nos ha dado gracias a su sacrificio en la cruz. Qué esperanza tan maravillosa por la cual vivir.