LAS FILAS DE LOS REDIMIDOS
«Vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo». Apocalipsis 20: 11
AL FINAL DE LOS MIL AÑOS, Cristo regresa otra vez a la tierra. Lo acompaña la hueste de los redimidos, y le sigue una comitiva de ángeles. Al descender en impresionante majestad, les ordena a los muertos impíos que resuciten para recibir Su condenación. Se levanta su gran ejército, innumerable como la arena del mar. ¡Qué contraste entre ellos y los que resucitaron en la primera resurrección! Los justos estaban revestidos de juventud y belleza inmortales. Los impíos llevan las huellas de la enfermedad y de la muerte. […]
La nueva Jerusalén, descendiendo del cielo en su deslumbrante esplendor, se asienta en el lugar purificado y preparado para recibirla, y Cristo, su pueblo y los ángeles, entran en la santa ciudad. […]
Entonces Cristo reaparece a la vista de sus enemigos. Muy por encima de la ciudad, sobre un fundamento de oro refulgente, hay un trono alto y encumbrado. En el trono está sentado el Hijo de Dios, y a su alrededor están los súbditos de su reino. Ningún idioma, ninguna pluma pueden expresar ni describir el poder y la majestad de Cristo. La gloria del Padre Eterno envuelve a su Hijo. El esplendor de su presencia llena la ciudad de Dios, rebosando más allá de las puertas e inundando toda la tierra con su brillo.
Adyacentes al trono se encuentran los que fueron alguna vez celosos en la causa de Satanás, pero que, cual tizones arrancados del fuego, siguieron luego a su Salvador con profunda e intensa devoción. Vienen después los que perfeccionaron su carácter cristiano en medio de la mentira y de la incredulidad, los que honraron la ley de Dios cuando el mundo cristiano la declaró abolida, y los millones de todas las edades que fueron martirizados por su fe. Y más allá está la «gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas […] delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas y con palmas en sus manos» (Apoc. 7: 9). Su lucha terminó; ganaron la victoria. Disputaron el premio de la carrera y lo alcanzaron. La palma que llevan en la mano es símbolo de su triunfo, la vestidura blanca, emblema de la justicia perfecta de Cristo que es ahora de ellos.- El conflicto de los siglos, cap. 43, pp. 643-646.