El Espíritu y la esposa dicen: “Ven”. Que todos los que oyen esto, digan: “Ven”. Todos los que tengan sed, vengan. Todo aquel que quiera, beba gratuitamente del agua de la vida. Apocalipsis 22:17.
Era evidente que algo le molestaba a Franklin. Daba vueltas en la casa, jugaba con la comida y no tenía apetito. Finalmente, la Sra. Roosevelt lo llevó a su habitación.
-Siéntate, Franklin -le dijo a su hijo-. Quiero hablar contigo.
Franklin suspiró y se dejó caer en la silla.
-¿Qué te pasa, hijo? ¿No eres feliz?
-No, mamá.
-Pero ¿por qué? Tu padre y yo te hemos dado todo lo que un muchacho puede desear. ¿Qué más quieres?
-Mi libertad -respondió Franklin-, No tengo tiempo para jugar ni para hacer cualquier cosa que quisiera. Desde que me levanto hasta que me acuesto, tengo que hacer lo que me dicen los demás.
-Ya veo -respondió su mamá-, ¿Entonces quisieras tener libertad para hacer lo que desees sin interferencia de ninguna clase?
-¡Así es!
-Lo discutiré con tu padre, hijo. Puedes retirarte.
Al día siguiente, a la hora del desayuno, su padre anunció:
-A partir de hoy, no hay más reglamentos. Puedes hacer lo que te plazca. -¡Yupiii!
Franklin tomó su campera y salió corriendo por la puerta. No se detuvo hasta llegar al pie de la colina, junto al río Hudson. Anduvo por el bosque todo el día buscando pajarillos. Ni siquiera se molestó en ir a comer a casa. Oscurecía, cuando por fin llegó. Nadie le preguntó dónde había estado ni qué había hecho. Ya había pasado la hora de la cena, de manera que se dirigió a la cocina y comió lo que encontró. Estaba sucio, pero nadie le dijo que debía bañarse; lo hizo de todos modos. Luego cayó exhausto en la cama.
Al día siguiente, subió las escaleras con dirección a su salón de clases y se sentó frente a la maestra. Viéndolo bien, asistir a la escuela no era tan tedioso; especialmente porque estaba allí por su propia decisión.
Dios fue muy sabio cuando nos creó con libre albedrío, ¿no lo crees? Realmente quiere que seamos salvos, pero no nos obliga a serlo.