EL DÍA DE LAS CONFESIONES
“Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio” (Hechos 3:19).
¿Puede una persona que ha malgastado su adolescencia y juventud en vicios carnales transformarse en uno de los referentes más grandes del pensamiento cristiano? ¿Puede una persona que ha probado todos los tristes y pasajeros placeres del pecado convertirse en un ejemplo de piedad y de virtud? Ambas preguntas tienen la misma respuesta: sí.
La persona en cuestión nació un 13 de noviembre del año 354 en la ciudad de Hipona, actual Argelia. Cabe recordar que, en esa época, el norte de África era dominado por los romanos. Antes de convertirse en uno de los pilares de la iglesia cristiana, llevó una vida disoluta y alejada de Dios. Estamos hablando nada más ni nada menos que de Agustín de Hipona.
En uno de sus libros más célebres, titulado Confesiones, relata lo experimentado en su antigua vida y cómo se convirtió al cristianismo. Es, sin duda, una autobiografía espiritual muy valiosa, que muestra el modo en que opera la gracia de Dios.
“Llegué a Cartago y, por todas partes, crepitaba en torno mío un hervidero de amores impuros”, escribió Agustín. Más adelante, detalló: “Me arrebataban los espectáculos teatrales, llenos de imágenes de mis miserias y de incentivos del fuego de mi pasión”. También confesó: “Entretanto, tu misericordia fiel circunvolaba sobre mí a lo lejos. Mas en cuántas iniquidades no me consumí, Dios mío, llevado de cierta curiosidad sacrílega, que apartándome de ti me conducía a los más bajos, desleales y engañosos obsequios a los demonios, a quienes sacrificaba mis malas obras”. Agustín es muy duro para describir lo horrible que es el pecado. Declara: “Mas ¿qué maravilla era que yo, infeliz ovejuela descarriada de tu rebaño por no sufrir tu guarda, estuviera plagado de roña asquerosa?”
Tal vez tú no hayas caído tan bajo como Agustín, tal vez, sí. No importa. Lo verdaderamente trascendente es que seas lo que seas, hayas hecho lo que hayas hecho y estés donde estés, Dios tiene poder para liberarte, rescatarte, ayudarte y darte una nueva oportunidad. Tienes que comenzar confesando tus pecados y aceptándolo como Salvador personal. Si lo haces, será un día histórico.
“Muéstreles cuál es el fruto de la conversión, la evidencia de que aman a Dios. Muéstreles que la verdadera conversión es un cambio de corazón, de pensamientos y propósitos. Han de renunciar a las malas costumbres. Han de desechar los pecados de la maledicencia, los celos y la desobediencia. Deben sostener una guerra contra todo mal rasgo de carácter” (Elena de White, Consejos para la iglesia, p. 429).