MANSIONES PARA LOS REDIMIDOS
«En la casa de mi Padre muchas moradas hay: si así no fuera, yo os lo hubiera dicho». Juan 14: 2
AL PAGAR EL RESCATE mediante su sacrificio, Cristo no solo redimiría a la humanidad, sino que recuperaría el dominio que este había perdido. El segundo Adán recuperaría todo lo que el primero había perdido. El profeta dijo: «Y tú, Torre del Rebaño, colina fortificada de la ciudad de Sion: a ti Volverá tu antiguo poderío» (Miq. 4: 8). Y el apóstol Pablo dirige nuestras miradas hacia la «redención de la posesión adquirida» (Efe. 1: 14). Dios creó la tierra para que fuera la morada de seres santos y felices. El Señor «que formó la tierra, el que la hizo y la compuso. No la creó en vano, sino para que fuera habitada la creó» (Isa.45: 18). Ese propósito se cumplirá cuando sea renovada mediante el poder de Dios y liberada del pecado y el dolor. Entonces se convertirá en la morada eterna de los redimidos.
El temor de hacer aparecer la futura herencia de los santos como algo demasiado material ha inducido a muchos a espiritualizar aquellas verdades que nos hacen considerar la tierra como nuestra morada. Cristo aseguró a sus discípulos que iba a preparar mansiones para ellos en la casa de su Padre. Los que aceptan las enseñanzas de la Palabra de Dios no ignorarán por completo lo que se refiere a la patria celestial. Lo cierto es que «cosas que ojo no vio ni oído oyó ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Cor. 2:9). El lenguaje humano no alcanza a describir la recompensa de los justos. Únicamente la conocerán quienes la contemplen. Ninguna inteligencia limitada puede comprender la gloria del paraíso de Dios.
En la Biblia se da el nombre de patria a la herencia de los bienaventurados (Heb. 11:14-16). Allí el divino Pastor conduce a su rebaño a los manantiales de aguas vivas. El árbol de vida da su fruto cada mes, y las hojas del árbol son para la sanidad de las naciones. Allí hay corrientes que manan eternamente, claras como el cristal, al lado de las cuales se mecen árboles que echan su sombra sobre los senderos preparados para los redimidos del Señor. Allí las vastas llanuras alternan con bellísimas colinas y las montañas de Dios elevan sus majestuosas cumbres. En aquellas pacíficas llanuras, al borde de aquellas corrientes vivas, es donde el pueblo de Dios que por tanto tiempo anduvo peregrino y errante, encontrará un hogar. […]
Todo el amor paterno que se haya transmitido de generación a generación por medio de los corazones humanos, todos los manantiales de ternura que se hayan abierto en las almas de los seres humanos, son tan solo como una gota del ilimitado océano, cuando se comparan con el amor infinito e inagotable de Dios.- Review and Herald, 22 de octubre de 1908.