“Así que Naamán bajó al Jordán y se sumergió siete veces, según se lo había ordenado el hombre de Dios. ¡Y su piel se volvió como la de un niño, y quedó limpio!” (2 Reyes 5:14, NVI).
Naamán, jefe del ejército del rey de Siria, era un hombre valiente y en alta estima… pero leproso.
Con treinta mil monedas de plata, seis mil monedas de oro y diez mudas de ropa, más una carta de recomendación de su rey para el rey de Israel, Naamán partió hacia Samaria.
Naamán había imaginado exactamente cuál sería el procedimiento por medio del que su lepra sería sanada. Sería invocado el nombre de Jehová e instantáneamente él quedaría limpio. Pero su orgullo necesitaba ser herido. Su corazón, acostumbrado a mandar, necesitaba aprender a obedecer.
Como niño encaprichado, se dio la vuelta y se negó a cumplir la orden del profeta Eliseo. Pero sus siervos lo persuadieron e hicieron entrar en razón y Naamán finalmente accedió, dejó de lado su orgullo y obedeció la orden de Jehová.
Naamán, un pagano, fue obediente y fiel, y Dios premió su obediencia para siempre. Cuando Jesús predicó en Nazaret, contó su historia y mostró cómo había pasado por alto a muchos de los leprosos de Israel porque eran incrédulos. En cambio, este noble pagano había sido fiel a sus convicciones respecto a la justicia y fue más digno de bendición (Profetas y reyes, p. 189).
En El camino a Cristo, Elena de White dice: “La obediencia –el servicio y la lealtad del amor– es la verdadera señal del discipulado. Por esto la Escritura dice: ‘Este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos’. […] En vez de eximir al hombre de obedecer, es la fe, y solo la fe, la que lo hace participante de la gracia de Cristo, la cual nos capacita para rendirle obediencia. No ganamos la salvación por nuestra obediencia; porque la salvación es el don gratuito de Dios para ser recibido por fe. Pero la obediencia es el fruto de la fe” (p. 52).
¿Con qué está siendo probada tu obediencia hoy? ¿Acaso también sientes que Dios te está pidiendo algo difícil de entender o aceptar?
El milagro no está en el agua. Está en la cantidad de veces que estemos dispuestos, en obediencia, a doblegar nuestro orgullo ante su majestad.