Y si me voy y les preparo lugar, vendré otra vez, y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, también vosotros estáis (Juan 14:3).
NO TODOS LOS DÍAS DE TRABAJO TERMINAN IGUAL. Hay veces que como pastor me encuentro frustrado, cansado y con un gran sentido de impotencia. Ese viernes de tarde tenía que llevarle alimentos a Maribel, una mujer humilde que había sido abandonada por su esposo junto con sus seis hijos. Al llegar a su hogar, escuché con tristeza parte de su historia, mientras sus hijos más pequeños sacaron pan de una bolsa. Ahora, para tener algo que comer, todas las noches ella y dos hijos mayores iban a la «quema», el basural de la ciudad, para encontrar algo que tuviera valor y luego venderlo. Por vivir en un barrio periférico nadie les daba trabajo, y vivir de la caridad ajena ya se había hecho costumbre. Al salir de esa casa, me dirigí a la casa de Daniel. Él se había bautizado junto con sus hijas, pero había abandonado la fe. Sus hijas intentaban llevar adelante su vida espiritual, pero las «novias» que su padre traía a la casa, hacían que estos jóvenes de 14, 18 y 23 años se sintieran ultrajadas. No encontré las palabras justas para consolarlas, especialmente a la menor, ya que en su desconsuelo se preguntó por qué su padre no le daba el corazón a Cristo. Al finalizar mi tarde, fui a la casa de Norma y Ricardo, un matrimonio de 48 años de casados, al cual sus tres hijos habían olvidado. Uno de ellos, el mayor, hacía 22 años que no hablaba ni siquiera por teléfono con ellos. Cumpleaños, Navidad o día de la madre no existían para estos tres hijos que con indiferencia estaban matando a sus padres. No encontré las palabras justas para consolarlas, especialmente a la menor, ya que en su desconsuelo se preguntó por qué su padre no le daba el corazón a Cristo. Al finalizar mi tarde, fui a la casa de Norma y Ricardo, un matrimonio de 48 años de casados, al cual sus tres hijos habían olvidado. Uno de ellos, el mayor, hacía 22 años que no hablaba ni siquiera por teléfono con ellos. Cumpleaños, Navidad o día de la madre no existían para estos tres hijos que con indiferencia estaban matando a sus padres. No encontré las palabras justas para consolarlas, especialmente a la menor, ya que en su desconsuelo se preguntó por qué su padre no le daba el corazón a Cristo. Al finalizar mi tarde, fui a la casa de Norma y Ricardo, un matrimonio de 48 años de casados, al cual sus tres hijos habían olvidado. Uno de ellos, el mayor, hacía 22 años que no hablaba ni siquiera por teléfono con ellos. Cumpleaños, Navidad o día de la madre no existían para estos tres hijos que con indiferencia estaban matando a sus padres. Hacía 22 años que no hablaba ni siquiera por teléfono con ellos. Cumpleaños, Navidad o día de la madre no existían para estos tres hijos que con indiferencia estaban matando a sus padres. Hacía 22 años que no hablaba ni siquiera por teléfono con ellos. Cumpleaños, Navidad o día de la madre no existían para estos tres hijos que con indiferencia estaban matando a sus padres.
Al llegar a mi hogar, sentí que lo único que podía hacer era orar, ya que no tenía la solución para ningún problema; aun así, sabía que por más que orara siempre aparecería un nuevo problema que arrojaría su sombra sobre mi labor. Mientras oraba pensé: «¿Hasta cuándo vamos a tener que ver problemas tan terribles en nuestra sociedad? ¿Hasta cuándo la pobreza, el abandono, el atropello y la ingratitud formarán parte de la raza humana? ¿Hasta cuándo tendremos que ver dolor y miseria entre quienes nos rodean?». Una respuesta apareció en mi mente que me devolvió la sonrisa: Hasta que Jesús vuelva al mundo.
Jesús animó a sus queridos discípulos con la esperanza de un reencuentro. Ese reencuentro sería glorioso porque no tendría fin, ya que Cristo y sus seguidores de todas las edades, morarían juntos por la eternidad. En ese reencuentro tenemos que estar tu y yo.