Jueves 13 de Septiembre – MÁS QUE PALABRAS – Meditacion para Adultos

MÁS QUE PALABRAS

«Vosotros sois la luz del mundo una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder» (Mateo 5: 14).

NOEMÍ Y ELIMELEC junto a sus dos hijos, Malón y Quelión, se mudaron de Belén de Judá a los campos de Moab a causa de una gran sequía en Palestina que provocó escasez de cosechas y, por lo tanto, hambre. La distancia que recorrieron hasta Moab equivalía a varios días de camino alrededor del mar Muerto. Moab era una tierra fértil, de ganadería y agricultura.

Noemí pasó por difíciles pruebas. Ella y su familia habitaron en Moab por diez años. En ese corto tiempo murieron su marido y sus dos hijos, quienes se habían casado en Moab, uno con Orfa y el otro con Rut, ambas moabitas. Las tres mujeres se quedaron solas y tenían que buscar cómo sobrevivir. A Noemí le llegó la noticia de que el hambre ya había cesado en las tierras de Palestina, y se comenzaban a levantar buenas cosechas. Entonces, Noemí le dijo a sus nueras: «Andad, volveos cada una a la casa de su madre. Que Jehová tenga de vosotras misericordia, como la habéis tenido vosotras con los que murieron y conmigo» (Rut 1: 8).

Durante los diez años en Moab, Noemí hizo un trabajo misionero excepcional. No perdió el tiempo, y aprovechó cada oportunidad de testificar acerca de Dios. Les habló de él a sus hijos y a sus nueras, predicó con su testimonio, con una vida piadosa, con un trato social lleno de amor y misericordia. Noemí amaba mucho a sus nueras y lo demostraba. Orfa y Rut, al ser moabitas, tenían una cultura diferente, prácticas y costumbres distintas a la de sus maridos. Sin embargo, Noemí jamás intentó cambiárselas, sino convivió con ellas sin perder sus creencias y mostró amor hacia Dios y hacia ellas. Una de las características más admirables de Noemí fue su actitud para sociabilizar con personas que tenían otras formas de pensar. Cuando llegaba el momento de orar, de acuerdo a la costumbre hebrea, ella se apartaba para hacerlo; cuando llegaba el momento de recibir el sábado, ella lo hacía con sus hijos y su marido. Luego de que ellos murieron, llevaba a cabo todas esas costumbres sin decirles a sus nueras que tenían que hacer lo mismo.

Las acciones valen más que las palabras. Nuestro testimonio es más poderoso que lo que hablamos. Que nuestra vida hable de Cristo.

Radio Adventista

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