REFUGIADOS EN EL CABO
Viré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; mi Dios, en quien confiaré” (Salmo 91:2).
El 6 de abril de 1652, el marino holandés Jan van Riebeeck instaló un campamento cerca de un cabo en el sur de África. Este asentamiento fue creciendo, y acabó convirtiéndose en lo que hoy es Ciudad del Cabo, en Sudáfrica.
Un día gris de julio de 2013 tuve la alegría de conocer ese cabo (hoy llamado Cabo de Buena Esperanza). La intensidad de la lluvia dificultaba la visión y, debo reconocerlo, la foto en el cartel indicador del Cabo fue realizada sin muchas ganas y de manera apresurada. El agua golpeaba sobre nuestros cuerpos con inusual fuerza.
Sin embargo, cuando tuvimos la oportunidad de subir al faro del Cabo de Buena Esperanza, la tormenta había pasado y ya asomaba el sol. Como un inesperado regalo, el cielo dibujó un intenso arco iris. En ese marco, la vista del cabo fue sublime. Tengo registrado ese momento en fotos pero, sin duda, está grabado en mi retina como una de las vistas más preciosas que me tocó contemplar.
Popularmente, se cree que este cabo es el punto más extremo de África y el lugar donde confluyen los océanos Atlántico e índico. No obstante, estas características corresponden al cabo Agulhas, ubicado unos 150 kilómetros al sureste.
Con todo, el Cabo de Buena Esperanza es reconocido mundialmente y ganó su fama sobre la base del servicio y la ayuda. Juan II de Portugal le dio su nombre actual. Durante muchos años, los navegantes temieron no encontrar una posible ruta marítima que llegara hasta las Indias. El nombre del lugar tiene que ver con esto pues, gracias a este accidente geográfico, las embarcaciones podían descansar protegidas antes de continuar su marcha hacia el este.
Navegando en este mundo, solemos enfrentarnos con tormentas. Aguardábamos algo lindo pero, de repente, la vida nos golpea con intensidad. La esperanza se diluye; la alegría se esfuma; la fe se apaga… Pero Jesús, el Sol de Justicia, aparece y nos renueva la confianza. Como la del faro, su luz nos ilumina, nos guía, nos marca el camino. No hay razón para temer. Él está al control, al fin y al cabo.
Hoy puede ser un día histórico. Corre hacia Jesús. Refúgiate en sus brazos. Enjuga tus lágrimas. Alza la vista. Y recuerda que si los ojos no derramasen lágrimas, el corazón no tendría arco iris.
“Mientras estemos sobre la tierra no podremos escapar de los conflictos y las tentaciones pero, en cada tormenta, tendremos un refugio seguro. Jesús nos dijo: ‘En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo’ (Juan 16:33)” (Elena de White, Recibiréis poder, p. 373).