POR SENDAS SEGURAS
«No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre». Juan 5: 19
LAS PALABRAS DE CRISTO nos enseñan que debemos considerarnos inseparablemente unidos a nuestro Padre celestial. Cualquiera sea nuestra situación, dependemos de Dios, quien tiene todos los destinos en sus manos. Él nos ha señalado nuestra tarea, y nos ha dotado de destrezas y recursos para cumplirla. Mientras sometamos la voluntad a Dios, y confiemos en su fuerza y sabiduría, seremos guiados por sendas seguras, para cumplir con la parte que nos corresponde en su gran plan. Pero el que depende de su propia sabiduría y poder se aparta de Dios. En vez de actuar en consonancia con Cristo, cumple el propósito del enemigo de Dios y del ser humano.
El Salvador continuó: «Todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo. […] Como el Padre levanta los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida» (Juan 5: 19, 21). Los saduceos sostenían que no habría resurrección del cuerpo; pero Jesús les dice que una de las mayores obras de su Padre es la de resucitar a los muertos, y que él mismo tiene poder para realizarla: «Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios: y los que la oigan vivirán» (Juan 5: 25). Los fariseos creían en la resurrección. Cristo les dijo que ya estaba entre ellos el poder que da vida a los muertos, y que habrían de contemplar su manifestación. Este mismo poder de resucitar es el que da vida al alma que está muerta en «delitos y pecados» (Efe. 2: 1). Ese espíritu de vida en Cristo Jesús, «la virtud de su resurrección», libra a los hombres «de la ley del pecado y de la muerte» (Fil. 3:10; Rom. 8:2). El dominio del mal es quebrantado, y por la fe el alma es guardada de pecado. El que abre su corazón al Espíritu de Cristo llega a participar de ese gran poder que sacó a Cristo de la tumba. […] Los sacerdotes y gobernantes se habían constituido jueces, para condenar la obra de Jesús, pero él se declaró Juez de ellos y de toda la tierra. El mundo ha sido confiado a Cristo, y por él ha fluido toda bendición de Dios a la especie caída. Era Redentor antes de su encarnación tanto como después. Tan pronto como hubo pecado, hubo un Salvador. Ha dado luz y vida a todos, y según la medida de la luz dada, cada uno será juzgado. Y el que dio la luz, el que siguió al alma con las más tiernas súplicas, tratando de ganarla del pecado a la santidad, es a la vez su Abogado y Juez.— El Deseado de todas las gentes, cap. 21, pp. 185-186.