DIOS CONTESTA LAS ORACIONES MÁS SENCILLAS
«Los sacerdotes y levitas, puestos en pie, bendijeron al pueblo; y la voz de ellos fue oída, y su oración llegó a la habitación de su santuario, al cielo» (2 Crónicas 30: 27).
EN CIERTA OCASIÓN, me tocó colportar en una zona rural. La venta de libros no había andado bien y únicamente me quedaban 50 pesos para el pasaje y la comida del día. Decidí ir hasta un pueblo que estaba a unas dos horas de distancia. Cuando fui a comprar el boleto, me di cuenta de que había perdido el dinero. Así que fui a suplicar al chofer que me dejara viajar sin pagar. Muy amable, me ayudó.
Visité casa tras casa y oficina tras oficina. Si bien al final del día había tomado algunos pedidos, no había obtenido algún anticipo. Anocheció y tenía que regresar pero no tenía un peso en el bolsillo. A orillas de la carretera, incliné mi rostro y supliqué a Dios que me ayudara. Sentí paz en mi corazón y la seguridad de que me auxiliaría.
Nuevamente pedía un chofer que me llevara de regreso, después de explicarle la situación. Accedió a llevarme. Al llegar a la terminal de autobuses, ya eran casi las diez de la noche. Vi que estaban limpiando el autobús en el que había viajado por la mañana. Sin pedir permiso, fui a revisar el asiento que había ocupado. Allí, a la vista, estaban los 50 pesos que necesitaba para comprar algo de comida.
Necesitamos recordar constantemente que Dios toma nota de nuestras necesidades y las satisface de acuerdo con su voluntad. Sus respuestas a nuestras oraciones van más allá de lo que podemos imaginar. Dios es capaz de guiarnos por el camino más corto y seguro, para nuestra felicidad y satisfacción. Él oye nuestra oración sincera, sin importar cuán insignificantes nos parezcan nuestras peticiones. Hoy, Jesús nos recuerda: «Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y, sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?» (Mateo 6: 26). E. G. White nos asegura: «Nunca se ofrece una oración, aun balbuceada, nunca se derrama una lágrima, aun en secreto, nunca se acaricia un deseo sincero, por débil que sea, de llegar a Dios, sin que el Espíritu de Dios vaya a su encuentro. Aun antes de que la oración sea pronunciada, o el anhelo del corazón sea dado a conocer, la gracia de Cristo sale al encuentro de la gracia que está obrando en el alma humana» (E. G. White, Palabras de vida del gran Maestro, pág. 162).