Sábado 30 de julio 2016. El valor de un ser humano
«Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3: 16, NVI).
“Dios nos ama a cada uno como si solo hubiera uno a quien amar”. Agustín de Hipona
EL VIOLINISTA checo Rafael Kubelik (1914-1996) iba a dar un concierto en Londres y Evelyn Bell, estudiante de violín, no lograba encontrar un sola entrada a la venta. Así que se armó de valor cuando su profesor de violín le presentó al famoso músico, y le pidió a él directamente: «Si no me da una entrada, nunca tendré el privilegio de oírlo tocar». Kubelik le dijo que no había nada que él pudiera hacer, no quedaba espacio libre en la sala. No había nada que él pudiera hacer… excepto tocar para ella. «Siéntese aquí», le dijo, y tocó para una audiencia de una sola persona el mismo repertorio que escucharían miles.
Ese gesto de un gran artista es el mismo que ha tenido y tiene la Divinidad con nosotros: se entregó a sí mismo por una sola alma; está accesible para cada uno de sus hijos que quieran acercarse a él, en audiencia privada.
En medio de una multitud, Jesús concedió toda Su atención a una sola mujer, pobre, marginada, enferma… (Mar. 5: 25-34). Para él, aquella mujer no era un ser perdido entre la muchedumbre, sino un alma que necesitaba a Dios, y por tanto la única persona que importaba en aquel momento. En el silencio y la soledad de la noche, el Maestro de multitudes enseñó a una sola alma, llamada Nicodemo, el misterio del nuevo nacimiento (Juan 3: 1-15). Cristo «tenía en la máxima consideración el auditorio de una sola persona» (Mensajes para los jóvenes, p. 142), porque «una sola persona es del más alto valor. El valor de todo el mundo cae en la insignificancia en comparación con el valor de un solo ser humano» (El otro poder, p. 126).
Hoy, en su trono, Jesús sigue teniendo esa misma consideración. «Todo acto, toda palabra, todo pensamiento están tan exactamente anotados como si hubiera una sola persona en todo el mundo, y como si la atención del cielo estuviera concentrada sobre ella» (Patriarcas y profetas, cap. 20, p. 194). Por eso, cuando te acerques a él, puedes tener la seguridad de que te escucha como si no existiera ni importara nadie más en el mundo excepto tú.