LENGUA DE SABIOS – 1A PARTE
«El Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios» (Isa. 50:4, RV60).
Tras escuchar su predicación acerca de los talentos, un miembro de iglesia se acercó al ministro con la siguiente consulta:
–Pastor, fíjese en mi dilema. Yo creo que tengo un solo talento, pero no estoy convencido de que sea muy bueno.
– Ah, ¿sí? ¿Y cuál es su talento? -quiso saber el pastor.
-El chisme. Me gusta mucho hablar de los demás. ¿Qué puedo hacer para cambiar:
– ¿Recuerdas la parábola del hombre al que solo se le dio un talento y fue y lo enterró? – le hizo pensar el ministro.
-Sí —respondió el hombre.
-Ve y haz tú lo mismo.
Aunque la anécdota resulte graciosa, el chisme no tiene nada de gracia ni es cuestión ligera tampoco. Es una práctica que afecta a demasiadas personas (al que habla, al que escucha y a la persona objeto de los comentarios) y que proviene de un impulso contrario al amor y la pureza a las que nos invita el evangelio.
Naturalmente, nosotras somos apenas mujeres de carne y hueso que, como tal, carecemos de la sabiduría de lo Alto. Como bien explica el profeta Isaías en el versículo de hoy, es el Señor quien nos da lengua de sabios para poder expresar palabras atinadas a quienes nos escuchan. Cuando el apóstol Santiago pregunta: «¿Quién es sabio y entendido entre vosotros?» (Sant. 3:13, RV60), bien podemos responderle con la segunda parte del versículo de Isaías: quien mañana tras mañana despierta su oído para oír como los sabios.
Hay muchas personas que necesitan una palabra de aliento que nunca llega: gente cansada de los afanes de la vida; gente desalentada por los problemas diarios; gente estresada porque le cuesta llegar a fin de mes; gente enferma y sola en la cama de un hospital; gente que ha perdido a un ser querido; gente que ha sufrido algún tipo de abuso; gente solitaria o deprimida… ¿Podrás tú llevarles palabras que sean como bálsamo? Para ello necesitas situarte a los pies de la cruz, leer la Palabra de Dios y pedirle esa sensibilidad hacia el ser humano que se traduzca en palabras de sabiduría.
Sucede como con el maná del desierto: hay que salir cada día a recoger nuestra provisión, en el silencio del amanecer y la intimidad de su presencia.