“De ti he dependido desde que nací” (Sal. 71:6, NVI).
La edad puede jugarnos malas pasadas en nuestras mentes. Me consta que en la mía así es, especialmente en lo relativo a lo que todavía puedo hacer y lo que ya no puedo hacer. Conforme envejezco, me gusta pensar que puedo hacer más de lo que físicamente puedo. Este es un desafío para mí, porque mí lema vital ha sido un dicho atribuido a D. L. Moody, que decía: “A menos que hagas más de lo que piensas que puedes hacer, nunca harás todo lo que podrías hacer”.
Por el contrario, las personas mayores a veces pensamos que somos incapaces de hacer más de lo que hacemos. Por eso, nos tomamos las cosas más calmadamente i le lo que deberíamos, y nuestros cuerpos empiezan a debilitarse. Nuestros mús- i ulos se atrofian, porque no los usamos más. Hemos dejado de realizar actividades que nos fortalecían cuando éramos más jóvenes. A veces nos sentimos tentadas de decir: “Ahora soy más vieja y menos capaz. Creo que voy cuesta abajo”. Supongo i |ue habrás oído la expresión “O lo usas, o lo pierdes”. La gente emplea este dicho, las más de las veces, para describir concisamente cómo la inmovilidad conduce al deterioro y, finalmente, la pérdida.
Necesitamos un equilibrio entre admitir la debilidad asociada con nuestra edad y pedir a Dios fuerzas para seguir funcionando de manera razonable. Después de lodo, el Señor es quien nos viene sosteniendo desde el principio. Él no ha terminado i on nosotras, mientras no se cumpla su propósito a través de nosotras.
Lo que decimos acerca del ejercicio físico y del cuerpo es cierto también acerca de la fortaleza del alma. A medida que envejecemos, ¿tomamos más tiempo para “hacer ejercicio” espiritual? ¿Dedicamos más horas que antes a la oración y ni estudio de la Palabra de Dios? ¿Compartimos con los demás lo que sabemos acerca del amor divino?
Cumplir unos cuantos años más no nos da derecho a pasar las horas sin hacer nada, física, mental y espiritualmente. Considera cuánto tiempo lleva Dios amándonos y trabajando por nuestra salvación. Siendo así, sus soldados no se retiran automáticamente de su ejército en un determinado cumpleaños. Hay todavía una querrá espiritual por librar. ¿Nos ponemos diariamente la armadura espiritual que describió Pablo: el cinto de la verdad bien abrochado, la coraza de justicia viviendo en paz, el escudo de la fe bien alto, y el yelmo de la salvación que nos asegura la oterna protección de Dios (ver Efe. 6:12-17)?
Incluso si llevas cien años en la iglesia, Dios seguirá cumpliendo su propósito en ti. Su amor no se despegará de ti, así que… ¡no te despegues tú de él!