«¡Ábranse, portones antiguos! Ábranse, puertas antiguas, y dejen que entre el Rey de gloria».
Salmo 24: 7, NTV
HABÍA LLEGADO el tiempo en que Cristo había de ascender al trono de su Padre.
Como conquistador divino, había de volver con los trofeos de la victoria a los atrios celestiales. […]
Ahora, con los once discípulos, Jesús se dirigió al monte. Mientras pasaban por la puerta de Jerusalén, muchos se fijaron, admirados por este pequeño grupo conducido por Uno que unas semanas antes había sido condenado y crucificado […].
Con las manos extendidas para bendecirlos, como si quisiera asegurarles su cuidado protector, ascendió lentamente de entre ellos, atraído hacia el cielo por un poder más fuerte que cualquier atracción terrenal. […]
Mientras los discípulos estaban todavía mirando hacia arriba, se dirigieron a ellos unas voces que parecían como la música más melodiosa. Se dieron la vuelta, y vieron a dos ángeles en forma de hombres que les hablaron diciendo: «Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo» (Hech. 1:11, RV60).
Estos ángeles pertenecían al grupo que había estado esperando en una nube resplandeciente para escoltar a Jesús hasta su hogar celestial. Eran los más exaltados de la hueste angélica, los dos que habían ido a la tumba en ocasión de la resurrección de Cristo y habían estado con él durante toda su vida en la tierra. Todo el cielo había esperado con impaciencia el fin de la estadía de Jesús en un mundo afligido por la maldición del pecado. [… ]
Todo el cielo estaba esperando para dar la bienvenida al Salvador a los atrios celestiales. Mientras ascendía, iba adelante, y los cautivos por la muerte, libertados en ocasión de su resurrección le seguían. La hueste celestial, con aclamaciones de alabanza y canto celestial, acompañaba al gozoso séquito.
Al acercarse a la ciudad de Dios, la escolta de ángeles demanda: «¡Alzad, puertas, vuestras cabezas! ¡Alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria!» (Sal. 24: 9). —El Deseado de todas las gentes, cap. 87, pp. 785-789.