Portadores de cargas
“Ayúdense unos a otros a llevar sus cargas, y así cumplirán la ley de Cristo” (Gál. 6: 2).
El día en que Chuck, nuestro vecino en la base de la colina, se mudó, fue un día triste. Habíamos disfrutado verlo transformar el terreno vacío de la esquina al construir una casita blanca. Esperábamos su saludo al pasar por allí, camino al pueblo. Pero ya no podía pagar las cuotas mensuales, así que tuvo que abandonar todo su arduo trabajo. Ahora nos preguntábamos quiénes serían nuestros nuevos vecinos.
Al poco tiempo, notamos actividad en la casa. Nuestros nuevos vecinos se habían mudado. Un día, al pasar por allí, un hombre joven salió y nos saludó. Se presentó como Zane, el nuevo vecino. Charlamos un poquito, y supuse que una joven pareja había comprado la casa. Pero, descubrimos que quienes vivían allí eran Mark y June, los padres de Zane. Mark sufría de un tipo de cáncer poco común, y Zane había vuelto al hogar para ayudar a cuidarlo.
Cuando nuestra nuera nos invitó a ellos y a nosotros a almorzar un día, tuvimos la oportunidad de conocerlos un poco mejor. Ellos tenían otro hijo, que todavía estaba en el secundario, y nos llamó la atención lo amables y educados que eran los dos jóvenes. Mark no se había sentido suficientemente bien como para venir, pero pasamos un lindo rato con June. Unos días después, pasé por su casa y les dejé algunas galletitas recién horneadas, que disfrutaron especialmente los chicos. No quería que June sintiera que tenía que hacer algo en agradecimiento, por lo que le dije que era un regalo de “bienvenida al vecindario”.
Nuestra vida ocupada siguió adelante. Unas pocas semanas después, mi esposo fue a ofrecer a Zane un árbol que podía cortar para usar como leña, y volvió con la noticia de que Mark había fallecido. ¡Qué impactante! June nos había contado sobre un nuevo tratamiento que estaba usando para su esposo, pero simplemente no nos habíamos dado cuenta de que estaba tan enfermo. También nos sentíamos mal por nunca haber conocido a Mark. Sabía que debía ir a ver a June pero, como nunca había estado en su posición, ¿qué podía decirle?
Cuando llegué a su casa, June salió a recibirme. No tenía palabras, así que simplemente extendí mis brazos y la abracé por un largo rato. Mis lágrimas se unieron a las de ella, y eso pareció ser suficiente. Sabía que entendía mis sentimientos hacia ella. Nuestras visitas siempre comienzan y terminan con abrazos, algo más importante que las palabras. No cuestan ni un centavo, pero ayudan a llevar las cargas de los demás.
BETTY J. ADAMS