Domingo 25 de diciembre. Matutina para adultos – «Lo hice por amor»
«No hay duda de que es grande el misterio de nuestra fe: Él se manifestó como hombre; fue vindicado por el Espíritu, visto por los ángeles, proclamado entre las naciones, creído en el mundo, recibido en la gloria». 1 Timoteo 3: 16, NVI
UNA VEZ VI UN CUADRO de Julius Gari Melchers titulado, simplemente, La Natividad. Quizá fuera la forma en la que el artista capturó el rostro meditabundo del esposo, que no era el padre, mientras se inclina hacia delante en cuclillas y contempla pensativo al Recién Nacido echado arropado a sus pies en aquel tosco cajón para el heno. O quizá fuera el absoluto agotamiento de la joven madre que acabada de dar a luz, exhausta, ahora postrada en el frío suelo, salvo sus hombros desplomados, apoyados contra la pared del establo, con los ojos cansados entrecerrados, una cara agotada inexpresiva y descansado en el costado de su marido. Da que pensar. ¿Qué da vueltas en la cabeza del esposo? ¿Qué pensamientos tiene la joven madre? En el aire cargado e inmóvil, ¿se preguntan si el «humilde niño» es el «santo niño»?
Las antiguas palabras de nuestro texto navideño de hoy son tan provocadoras en griego —mega… mysterion— como en español: un auténtico «megamisterio». ¿Cómo, si no, describiremos la encarnación del Infinito en esta tierra sombría que los seres finitos seguimos llamando hogar? G. K. Chesterton tenía razón: «Andamos desconcertados en la luz, porque algo es demasiado grande para verlo y demasiado simple para decirlo». La Simiente de Dios plantada en el útero de la humanidad: bueno, la mecánica y la genética mismas de tal transferencia anatómica divino-humana son más de lo que incluso nuestra ciencia del tercer milenio puede desentrañar. Pero, al final, el gran misterio que la Navidad nos obliga a sopesar no es tanto que Dios pudiera hacerlo como que Dios quisiera hacerlo. «La obra de la redención es llamada un misterio, y es ciertamente el misterio mediante el cual la justicia eterna se presenta a todos los que creen. […] A un precio infinito, mediante un proceso penoso, misterioso tanto para los ángeles como para los hombres, Cristo tomó la humanidad. Ocultó su divinidad, puso a un lado su gloria, y nació como un niñito en Belén» (Comentario bíblico adventista del séptimo día, Comentarios de Elena G. de White, t. 7, p. 927).
Era Nochebuena. Envolviendo paquetes muy atareada, la madre pidió a su niño que le limpiara los zapatos. Pronto, con la sonrisa orgullosa de una personita de siete años, le trajo los zapatos para su aprobación. Quedó tan complacida que le dio una moneda de un cuarto de dólar. La mañana del día de Navidad, notó un bulto extraño en un zapato. Quitándoselo, sacudió el zapato y cayó un cuarto de dólar envuelto en un trocito de papel. En él, con los garabatos de un niño, figuraban las palabras: «Lo hice por amor».