EL CORDERO DE NAVIDAD
“Al siguiente día vio Juan a Jesús que venía a él, y dijo: ‘iEste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!'” (Juan 1:29).
La iglesia estaba hermosa y preparada para la Navidad. Ese sábado de mañana, todo el programa de adoración giró en torno al gozo por el nacimiento de Jesús. El dulce sonido del cantante llenaba el aire con las conocidas palabras: “La virgen María tuvo un bebé”. Mi nieta, de tres años, estaba jugando en silencio en el asiento, junto a mí, mirando y escuchando. Nuevamente se repitieron las palabras: “La virgen María tuvo un bebé”.
De repente, Ashley dijo unas palabras que pudieron escucharse claramente en la mayor parte del templo: “¡Pensé que María había tenido un corderito!” Aunque ella no lo sabía, Ashley dijo una gran verdad esa mañana. El Bebé de Navidad realmente era un cordero. Pero no solo “un” cordero, sino “El Cordero”; como lo llamó su primo, Juan el Bautista, cuando dijo: “Aquí tienen al Cordero de Dios” (Juan 1:29, NVI).
Al sostener María a su bebé, acariciar las líneas de sus pequeñas mejillas, reír a causa de los sonidos que hacía su pequeño, me pregunto si alguna vez lo llamó “¡Mi pequeño corderito!”, sin pensar en lo que le depararía el futuro. Cuando vio los corderos que eran llevados al Templo, ¿alguna vez pensó en su pequeño cordero como el Cordero de Dios? ¿O simplemente disfrutó de sus días de bebé, como hacen todas las madres? ¿Escondió de su corazón el futuro que lo aguardaba?
¡El Cordero de Dios! ¡Qué imagen de dulce inocencia! Cuánto debió de haber disfrutado María de su bebé. Lo observó crecer con esa dulce inocencia en su corazón. Nutrió su amor por Dios y le enseñó a amar las Escrituras. Sin lugar a dudas, la adoración a Dios el Padre creció en el corazón del niño, al modelar María su propia adoración al Dios que amaba y servía. El hogar de María y de José fue cuidadosamente seleccionado como un lugar–seguro para que el pequeño Cordero de Dios creciera hasta convertirse en el Cordero Santo de Dios.
Hubo un día en que el tiempo se cumplió, y el Cordero creció. Una vez más, María estaba allí, para observar al Cordero. Esta vez, no había gozo. Quizá la única paz que pudo aquietar su corazón se encontraba en las palabras de su sobrino Juan: “Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.
Ginny Men