BUSCAR A DIOS
«Más bien, busquen primeramente el reino de Dios y su justicia». Mateo 6: 33, NVI
NINGÚN APÓSTOL o profeta pretendió haber vivido sin pecado. Hombres y mujeres que han vivido cerca de Dios, que sacrificaron sus vidas antes de cometer a sabiendas un acto pecaminoso, hombres y mujeres a quienes Dios honró con luz divina y poder, reconocieron su naturaleza pecaminosa. No confiaron en ellos mismos, no pretendieron poseer una justicia propia, sino que confiaron plenamente en la justicia de Cristo.
Así debe ser con todos los que contemplan a Jesús. Cuanto más nos acerquemos a él y cuanto más claramente discernamos la pureza de su carácter, tanto más claramente veremos la gravedad del pecado y tanto menos tentados nos sentiremos a exaltarnos a nosotros mismos. Nos esforzaremos continuamente para acercarnos a Dios y confesaremos nuestros pecados con dolor y humillación ante él. En cada paso que avancemos en la senda cristiana, nuestro arrepentimiento será más profundo. Nos daremos cuenta de que solo Cristo es autosuficiente y haremos eco de la confesión del apóstol: «Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no habita el bien». «Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo» (Rom. 7: 18; Gál. 6: 14).
Permitamos que los ángeles escriban la historia de nuestra guerra contra el pecado y registren nuestras oraciones y lágrimas; pero no permitamos que Dios sea deshonrado por la declaración hecha por labios humanos: No tengo pecado; soy santo. Los labios de una persona que de verdad haya sido santificada nunca pronunciarán tan presuntuosas palabras. […]
Mírense en el espejo de la ley de Dios aquellos que se sientan inclinados a hacer una elevada profesión de santidad. Cuando vean sus elevadas exigencias y comprendan cómo ella discierne los pensamientos e intenciones del corazón, no se jactarán de su supuesta impecabilidad. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos a él mentiroso y su palabra no está en nosotros». (1 Juan 1: 8-10). […]
Si permanecemos en Cristo, si el amor de Dios habita en el corazón, nuestros sentimientos, pensamientos y acciones estarán de acuerdo con la voluntad de Dios. El corazón santificado está en armonía con los mandamientos de Dios.— Los hechos de los apóstoles, cap. 55, pp. 417-419.