EL DÍA DE LA DERROTA
“Y los de Hai mataron de ellos a unos treinta y seis hombres, y los siguieron desde la puerta hasta Sebarim, y los derrotaron en la bajada; por lo cual el corazón del pueblo desfalleció y vino a ser como agua” (Josué 7:5).
La narración de Josué 7 es un relato de derrota inesperada y de estrepitoso fracaso. ¿Te resultan familiares estas cosas?
En la historia, hay otra derrota muy famosa. Se trata de la que sufrió el poderoso Napoleón Bonaparte en la Batalla de Waterloo (Bélgica), el 18 de junio de 1815. En esa contienda, las tropas francesas cayeron ante las británicas, holandesas y alemanas, dirigidas por el duque de Wellington, y el ejército prusiano del mariscal de campo Gebhard Leberecht von Blücher. La derrota determinó el exilio de Napoleón y el final del Imperio Francés.
Una derrota siempre duele. Sin dudas, les dolió a Josué y al pueblo; a Napoleón y a su ejército, y a ti, cuando algún día ves marchitar un sueño.
A veces, la vida no es justa. Eso mismo le habrá parecido a John Andrews. En la década de 1860, tuvo que enterrar a dos de sus pequeños hijos, muertos por causa de la tuberculosis. En 1872 falleció Angeline, su amada esposa. En 1874 fue el primer misionero enviado por la Iglesia Adventista fuera de los Estados Unidos. Él se estableció en Suiza, con Charles y Mary, los dos hijos que le quedaban. Ya instalado en Europa, desarrolló un intenso y fecundo ministerio como pastor, traductor y escritor. Pero Andrews tuvo que regresar a los Estados Unidos con Mary, que estaba muy enferma. Ella murió, él le dio sepultura y, luego, con un inmenso dolor a cuestas, regresó a Europa para seguir trabajando
En marzo de 1883, Elena de White le escribió una carta conmovedora. El 21 de octubre de ese año, Andrews mismo descansó en el Señor. Tenía tan solo 54 años. Murió trabajando hasta el último día.
Hoy puede ser un día histórico, si sigues el consejo que Elena de White dejó a Andrews en esa carta:
“Es deber de toda persona que profesa ser cristiana mantener sus pensamientos bajo el control de la razón, y obligarse a ser animosa y feliz. No importa cuán amarga pueda ser la causa de su pena, debiera cultivar un espíritu de reposo y quietud en Dios. […] No importa cuán oscura sea su perspectiva, albergue un espíritu de esperanza para bien. Mientras que el buen ánimo, una aceptación calmada y la paz contribuirán a la felicidad y salud de otros, serán también del mayor beneficio para uno mismo” (Elena de White, Carta 1, del 29 de marzo de 1883, dirigida a John Andrews).