PERFECCIÓN
Vendrá el Deseado de todas las naciones; y llenaré de gloria esta casa, ha dicho Jehová de los ejércitos. Hageo 2:7.
Jesús era el amor en persona. Fue tan sereno que su presencia sosegaba los espíritus. Tenía una mirada soberana y humilde. En él se decantaba la hermosura de Dios. Sus ademanes eran nobles, su voz pausada y melodiosa.
La gente lo seguía porque a su lado se relajaba. Sin armas ni estandartes, Jesús ofrecía más seguridad que los guardias romanos. Doquiera iba, instalaba su consultorio. De todas partes le traían enfermos del cuerpo y del alma. Llevaba siempre algún regalo de Dios: salud y gozo, esperanza, aliento y alimento.
Los niños disfrutaban de su presencia. A su lado, los pobres se sentían valorados, las mujeres protegidas. Los extranjeros se atrevieron a buscarlo, y fueron socorridos y amados. Los samaritanos, odiados y odiosos, lo recibieron en sus aldeas. Los paganos le pidieron favores. Los locos sanaron al influjo de su voz. Los endemoniados fueron liberados por su poder. Los mares se acallaron a su reprensión. Los vientos huyeron ante sus órdenes.
Las mujeres lo amaron como al Hermano mayor. Lo ayudaron con sus manos serviciales y con su dinero. Los gobernantes temblaron al escuchar su nombre. Los soldados sintieron un raro temor cuando vieron su porte sereno, su rostro iluminado por la bondad, sus manos generosas heridas por los clavos de nuestra infamia.
Así pasó por el muladar de este mundo “el Deseado de todas las naciones” (Hag. 2:7), el Hombre ideal, el segundo Adán (1 Cor. 15:45), la flor de la humanidad, “la imagen del Dios invisible” (Col. 1:15), el Amigo generoso y gentil, el Redentor de todos.
No reconocer su grandeza moral es faltar a la cordura; no amarlo es privarse del supremo privilegio; no imitarlo es violentar la ética y el derecho. No seguirlo es pérdida eterna.