DIOS CONDUCE A SU PUEBLO
«Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo». Jeremías 31: 33
IOS ESTÁ CONDUCIENDO a un pueblo para que se coloque en perfecta unidad sobre la plataforma de la verdad eterna. Cristo se dio a sí mismo al mundo para que pudiese «purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras» (Tito 2: 14). Este proceso de refinamiento está destinado a purificar a la iglesia de toda injusticia y del espíritu de discordia y contención, para que sus miembros edifiquen en vez de derribar y concentren sus energías en la gran obra que está delante de ellos. Dios quiere que sus hijos lleguen todos a la unidad de la fe. La oración de Cristo, precisamente antes de su crucifixión, pedía que sus discípulos fueran uno, como él era uno con el Padre, para que el mundo creyera que el Padre lo había enviado. Esta, la más conmovedora y admirable oración, extendida a través de los siglos hasta nuestros días, sus palabras son: «Pero no ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos» (Juan 17: 20).
¡Cuán fervorosamente deben tratar de contestar esta oración en su vida los que profesan seguir a Cristo! Muchos no se dan cuenta del carácter sagrado de la relación con la iglesia, y les cuesta someterse a la restricción y disciplina. Su conducta demuestra que exaltan su propio juicio por encima del de la iglesia unida y no evitan cuidadosamente el estimular un espíritu de oposición a su voz. Los que ocupan puestos de responsabilidad en la iglesia pueden tener faltas como los demás y pueden errar en sus decisiones; pero, a pesar de eso, la iglesia de Cristo en la tierra les ha dado una autoridad que no puede ser considerada con liviandad. Después de su resurrección, Cristo delegó el poder en su iglesia diciendo: «A quienes les perdonen sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados» (Juan 20: 23, NVI). […]
Todo creyente debe ser sincero en su unión con la iglesia. La prosperidad de ella debe ser su primer interés, y a menos que sienta la obligación sagrada de lograr que su relación con la iglesia sea un beneficio para ella en lugar de su preferencia a sí mismo, la iglesia lo pasará mucho mejor sin él. Está al alcance de todos hacer algo para la causa de Dios […].
La observancia de las formas externas no habrá de satisfacer nunca la gran necesidad del alma humana. Profesar que creemos en Cristo no nos capacitará lo suficiente para resistir la prueba del día del juicio. Debe haber una perfecta confianza en Dios, una completa dependencia de sus promesas y una completa consagración a su voluntad.— Testimonios para la iglesia, t. 4, pp. 21-22.