No se puede confiar en el apetito
«En conclusión, ya sea que coman o beban o hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios». 1 Corintios 10: 31, NVI
NUESTRO CUERPO se forma con el alimento que ingerimos. En los tejidos del cuerpo se realiza constantemente un proceso de reparación, pues el funcionamiento de los órganos causa desgaste, y el alimento repara dicho desgaste. Cada órgano del cuerpo exige nutrición. El cerebro debe recibir la suya; y lo mismo sucede con los huesos, los músculos y los nervios. Es una labor maravillosa la que transforma el alimento en sangre, y aprovecha esta sangre para la reconstitución de las diversas partes del cuerpo; pero esta labor constante, suministra vida y fuerza a cada nervio, músculo y órgano.
Deben escogerse los alimentos que proporcionen los mejores nutrientes. En esta elección, el apetito no es una guía segura. Los malos hábitos en el comer lo han pervertido. Nuestro apetito muchas veces nos pide un alimento que altera la salud y causa debilidad en vez de producir fuerza. Tampoco podemos dejarnos guiar por las costumbres de la sociedad. Las enfermedades y dolencias que prevalecen por todas partes provienen en buena medida de errores comunes respecto a la alimentación.
Para saber cuáles son los mejores alimentos tenemos que estudiar el plan original de Dios para la alimentación de los seres humanos. El que creó al ser humano y comprende sus necesidades indicó a Adán cuál sería su alimento. «También les dijo: “Yo les doy de la tierra todas las plantas que producen semilla y todos los árboles que dan fruto con semilla; todo esto les servirá de alimento”» (Gén. 1: 29, NVI). Al salir del Edén para ganarse el sustento labrando la tierra bajo el peso de la maldición del pecado, el hombre recibió permiso para comer también «plantas del campo» (Gén. 3: 18).
Los cereales, las frutas carnosas, las oleaginosas y las legumbres constituyen el alimento escogido para nosotros por el Creador. Preparados del modo más sencillo y natural posible, son los comestibles más saludables y nutritivos. Proveen una fuerza, una resistencia y un vigor intelectual que no pueden obtenerse mediante productos más complejos y estimulantes. […]
Nuestro cuerpo es propiedad de Cristo, comprado por él mismo, y no nos es lícito hacer de ese cuerpo lo que nos plazca. Todos los que conocen las leyes de la salud, establecidas por Dios, deben sentirse obligados a obedecerlas. La obediencia a las leyes de la salud es una obligación personal.- El ministerio de curación, cap. 23, pp. 199-200-209.