Miércoles 17 de agosto. Devoción matutina mujeres – Antes de cantar victoria
«Para recibir honores, primero hay que ser humilde» (Prov. 15:33).
“Yo habito con el humilde”. Dios
SE CUENTA que un estudiante de Teología se levantó para predicar con enorme confianza. Estaba convencido de que cosecharía un gran éxito, pues se había preparado bien y se sentía muy seguro de sus capacidades. Sin embargo, cosechó un rotundo fracaso, a juzgar por las reacciones de quienes lo estaban escuchando. Afectado por la poca aceptación generalizada, el alumno bajó de la plataforma sintiéndose sumamente humillado. Entonces su profesor, el gran Charles Spurgeon, le dijo: «Si hubieras subido como bajaste, habrías bajado como subiste».
Ay, el ego… ¡Qué malas pasadas nos juega! Y sin embargo, cuán propensas somos al orgullo, a creer que sabemos más de lo que sabemos; que somos mejores de lo que somos; o que hacemos las cosas como nadie. Qué ilusas somos cada vez que actuamos convencidas de nuestros méritos. ¿Méritos? ¿Qué méritos? El único mérito, en todo caso, es del Señor, que tiene la gracia de concedernos talentos que podemos desarrollar para darle honra. La clave está en eso, en darle honra a Dios con lo que somos, sabemos, decimos y hacemos. Entonces es cuando se cosecha el éxito, porque solo Dios queda expuesto a la vista de todos, teniendo así la posibilidad de atraerlos hacia sí.
Cuando la honra que buscamos es la nuestra, antes o después cosechamos el sabor de la humillación; cuando la honra que buscamos es la de Dios, está asegurado el éxito de su causa, que es la nuestra. Porque «tras el orgullo viene el fracaso; tras la humildad, la prosperidad» (Prov. 18:12).
La sola idea de pretender lucirnos delante de los demás, de aparentar que somos «alguien», parece sumamente fuera de lugar a la luz de ese Jesús «manso y humilde de corazón» (Mat. 11: 29) que, «aunque existía con el mismo ser de Dios, no se aferró a su igualdad con él, sino que renunció a lo que era suyo y tomó naturaleza de siervo. Haciéndose como todos los hombres y presentándose como un hombre cualquiera, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz. Por eso Dios le dio el más alto honor» (Fil. 2: 6-9). Ese es nuestro modelo a imitar.
«Alábete el extraño, y no tu propia boca» (Prov. 27:2), leemos en las Escrituras. Y ciertamente con esto está dicho todo. Recordémoslo la próxima vez antes de cantar victoria.