Viernes 10 de febrero. Devocion matutina damas – “El Señor Jair”

Viernes 10 de febrero. Devocion matutina damas – “El Señor Jair”

“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”
(Mat. 5:3).

Conocí al señor Jalr en el momento más duro de mi vida, y nunca olvidaré la lección de humildad que aprendí. Nací en la campiña, siendo hija de un hombre cuya familia tenía muchas propiedades. Sin embargo, debido a una prolongada sequía, lo habíamos perdido todo. Mi padre se convirtió en un asalariado, pero nos enseñó a sus hijos acerca del orgullo y la vanidad de los terratenientes portugueses.

Soy la menor de cinco hermanos. Sufrí malos tratos en la infancia, que me condujeron a tener una personalidad introvertida y una enorme fobia social. En mi adolescencia, nos marchamos a vivir a una gran área metropolitana, y yo pasé por varios trabajos administrativos. Me casé, tuve dos hijas y dejé de trabajar. Sin embargo, mi vida no iba bien. Tenía miedo de la gente y me aislaba. Debido a una complicada situación económica, recibí cotyaSggría una proposición de trabajar desde casa, cosiendo por encargo, y mi autóesíliíafnejoró mucho. Luego, la misma persona me invitó a trabajar en su planta de manufactura textil. Siempre callada, pero trabajando duramente, me gané su amistad. Ella fue descubriendo que me gustaba leer. Me prestó varios libros de una editorial cristiana, que me infundieron mucha paz. Yo estaba bastante familiarizada con la Biblia y conocía algunas verdades, y por ello me invitó a visitar su iglesia. Yo sentía miedo, y le dije que no tenía la ropa adecuada… ni el estatus social. Mi respuesta se basaba en mi orgullo. Pero ella insistió, y acabé asistiendo con mi esposo una tarde.

Llegué temblando, pero fui muy bien recibida en la iglesia más humilde que jamás he conocido. Sentado en el último banco, estaba el señor Jair. Era un anciano que vestía ropa desgastada y calzaba zapatillas. Las arrugas surcaban su curtido rostro, que reflejaba amor y humildad. Una mirada a este caballero me recordó mi pobre excusa para no asistir a la iglesia. Pedí perdón a Dios, y empecé a rogarle que me librara de mi egoísmo, vanidad y orgullo. Encontré en otros miembros, algunos bien vestidos, el mismo amor y la misma humildad de aquel anciano. El señor Jair se quedó un rato con nosotros y luego desapareció. Nadie sabía nada acerca de él. Pero todavía hoy recuerdo la lección de humildad que me enseñó… sin decir una palabra.
¿Acaso no puso Dios al señor Jair en mi camino, para enseñarme a ser humilde en espíritu y a amar serenamente, como lo hace Jesús?

 

Radio Adventista

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