Sábado 29 de octubre. Devoción matutina adultos – “El Dios de la hora undécima”
«Él, respondiendo, dijo a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No conviniste conmigo en un denario? […] ¿No me está permitido hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno?”». Mateo 20: 13-15
HABÍA UNA VEZ UN HACENDADO que necesitaba jornaleros para que lo ayudaran a vendimiar su extenso viñedo. Por eso, a primera hora de la mañana se subió en su oxidada camioneta y condujo hasta la ciudad, hasta una esquina que frecuentan todos los inmigrantes en busca de trabajo. «¿Quieren trabajar? Suban. Les pagaré la tasa vigente por doce horas». El hacendado volvió con su camioneta destartalada, ahora llena de inmigrantes, a su viñedo, donde trabajaron intensamente. Tres horas después el propietario se dio cuenta de que era precisa más ayuda para recoger toda aquella cosecha antes de la puesta de sol. Así que pisó el acelerador a fondo en la carretera, levantando una nube de polvo. Y pronto otra carga de inmigrantes subidos a la camioneta se incorporó al equipo.
Pasaron otras tres horas, y el terrateniente se convenció de que aún llevaba retraso. Así que vuelve al volante a la ciudad, y lleva al viñedo otra carga de mano de obra en su camioneta. Por fin, una hora antes de que llegue la oscuridad, el hacendado se dice entre dientes: «¡Tengo que conseguir más ayuda, o nunca terminaremos esto!». Y cuando fue a toda velocidad a la ciudad vio aún más inmigrantes de pie en la esquina con deseo de trabajar. «¡Súbanse, muchachos! ¡Necesito ayuda y les pagaré lo que sea justo!».
Aquella noche, cuando terminaron las doce horas de vendimia, el terrateniente dio instrucciones a su contable de que empezara con los contratados en último lugar y que pagara a los trabajadores. Con ojos atónitos y con la boca abierta, los de la hora undécima observaron cómo el contable ¡les atribuyó la paga de todo un día! Con deleite, los inmigrantes que llevaban allí desde el amanecer hicieron las cuentas y llegaron a la conclusión de que se les debía una paga exorbitante. Pero cuando llegaron a caja, recibieron la misma cantidad que los demás. Se hizo sentir el malestar en el lugar con voces airadas. Jesús puso en boca del hacendado las palabras del texto de hoy, y precisamente nos cautiva su culminación: «¿Tienes tú envidia, porque yo soy bueno?» (Mat. 20: 15).
¿Podría ser ese también nuestro problema? ¿Somos envidiosos de que Dios sea tan generoso? ¿Cómo, si no, puedes describir a este Dios, que declara: «Vengan a mí en la última hora de la vida y les daré el mismo don que di a la gente que caminó conmigo toda su vida»? No es de extrañar que, cuando Dios hace aritmética de salvación, ni siquiera puedas contar los números. No es de extrañar que el cielo vaya a estar tan lleno. Por eso, cuando Dios moviliza a los elegidos, moviliza el corazón de estos para que sea tan generoso como el suyo, para que no haya ni un ser humano en la tierra al que no reciban con alegría en el reino del Señor.